
“¡Mujeres!” ¡Si se habrá escuchado ese grito en tantos lugares y rincones de este ancho y vasto mundo! En todos los idiomas, en todos los sentidos, una sola palabra que une a toda la humanidad masculina: mujeres.
Y sí. Es así la cosa. Es el tema de conversación por excelencia, lo que nunca falta en una charla de amigos. Sea tu viejo o tu compañero de trabajo, entre cerveza y "manices", uno siempre hace la misma pregunta:
“¿Y, pibe? ¿Cómo andamos de minas?”
Un hueso maldito le costó a nuestro padre la compañía. Evitarse la zoofilia y la masturbación desmedida, lo condujo al peor mal que ha conocido la humanidad desde que los mamuts nos pisaban los talones, hace más de diez mil años.
La mujer no nos entiende, no piensa como nosotros. Ella vive en las nubes, mientras nosotros nos arrastramos por la realidad. ¿Acaso no es la causa de todas las discusiones?
“No te entiendo”, “No me entendés”, o mi favorita: “No sabés conectarte con mis sentimientos como mujer”.
Es que la verdad es tan simple. Alejandro Dolina dijo una vez: “Los hombres hacen todo lo que hacen, con el único fin de enamorar mujeres”. Y esto es tan cierto como que el Sol sale por el Este. Pero tiene una trampa: las mujeres hacen todo lo posible para evitar que esto se cumpla.
Ah, sí, las mujeres son malvadas. Las mujeres son el mismo Diablo, pero ellas no lo saben. Se aferran con locura a los amores pasajeros, y matan con su indiferencia al hombre engatusado.
Una mirada. Un pasar. Una pollera al viento, una voz al oído. Sólo eso se necesita para que un hombre caiga a los pies de una mujer, para que el cazador por excelencia sea la presa incondicional.
Luego, como si fuera un desconocido el hombre en su cama, dejan de querer. Dejan de sentir alegría o pena. La rutina acongojante se vuelve ley estricta, y la pasión envejece gris y pálida. Algunas se quedan, pero otras se van. Toman sus cosas y se largan por la puerta de atrás, sin mirar lo que dejaron.
¿Qué importa el tiempo que te amó? ¿20 años? ¿20 minutos? Es lo mismo en el reloj de un corazón.
¿Cuántas lagrimas se habrán derramado por el amor no correspondido? ¿Cuánto licor hizo falta para olvidar a aquella niña de ojos pardos, a esa dama de rubí?
Es el desamor la madre de la poesía, y la muerte la madre del amor. La flor más reseca y la hiel más dulce. Lo que queda después es lo más hermoso: el dolor angustiante, la nostalgia que estruja el corazón como un puño de hierro. La añoranza de los besos y lo brutal de una mejilla.
Adán cedió su costilla para traer a Eva al mundo. Con ella, llegaron las maldiciones y tormentos: Helena y Troya, Pandora y su Caja, Julieta y su Romeo. Pero también llegó lo más bello y puro. La poesía, la canción y el amor.
Ellas son lo peor que le pudo pasar a la humanidad. Aunque también lo mejor.
Una bendición y una maldición.
Por Nicolás Rapagnani
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