Valeria Rodríguez
"Copas": un cuento policial de Tina y Juuu
Copas.
Al cerrar la puerta de su casa, en el séptimo piso, departamento G, podía apenas divisarse un mueble de algarrobo, con puertas de vidrio, protegiendo una invaluable colección de brillantes copas de cristal. Cada vez que podía, Ofelia miraba a Yolanda cerrar la puerta de su departamento, para poder observar las copas. Copas. Destinaba todo un cuarto de su propio departamento a guardar su colección de vasijas transparentes, brillantes, relucientes. Ella misma no sabía hasta qué punto era capaz de llegar para conseguir más.
Ofelia se encontraba en sus cavilaciones cuando sonó el timbre. Acercó su silla de ruedas y con un poco de dificultad, abrió. El traía consigo su pizarra con la cual se comunicaban. La anciana le sonrió y lo hizo pasar. Ella pensaba que para ser sordomudo, su vecino era muy hábil con la mente.
-Hola- escribió Martín. Ofelia le respondió con una sonrisa, dejando entrever sus dientes amarillentos, que no eran producto de la edad o del mal cuidado, sino del puro, de los cinco o seis puros diarios que consumía.
-¿Cómo has estado?- la ortografía de aquel hombre era impecable, denotaba su sabiduría. Ofelia le respondió con una mueca, seguida de una tos incontrolable. Martín comprendió. Se levantó y comenzó a observar las repisas de la habitación en la que se encontraban; era una habitación peculiar, oscura, llena de polvo, con las persianas bajas y telarañas en algunas esquinas. La única luz que había, era un foco que pendía de un cable débil, que aparentaba querer cortarse para acabar con la poca luz que había y dar lugar a las tinieblas.
Sin pensarlo, Martín se encaminó a aquella pieza con una pequeña letra C plateada y reluciente en la puerta. Al ver que se disponía a abrir la puerta, Ofelia no pudo ocultar su nerviosismo, por más sonrisa forzada que dibujase en su rostro.
Tomó la pizarra y el marcador y garabateó:
-ahí guardo las cosas que eran de mi marido.- Martín torció el gesto y tomó la pizarra para responder.
- Lo siento. Es mejor que me vaya. Hasta luego.-
Martín se fue pensando. Mientras miraba por la ventana el oscuro y aburrido edificio de enfrente se preguntaba que significaba la C si el difunto marido de su querida vecina se llamaba Víctor.
Se preguntó por qué ese último encuentro había sido tan extraño, tan ajeno a la amistad que compartían.
Yolanda cerró con furia la puerta de su departamento. Ofelia la observaba sentada en la puerta del suyo. La mujer miró a la anciana con desdén y se alejó por el pasillo, haciendo repiquetear sus tacos. La anciana se levantó de su silla de ruedas, forzó la puerta y sin mucho esfuerzo, entró. Olía a desinfectante. Ofelia arrugó la nariz. Sin perder tiempo, se encaminó al mueble de algarrobo, lo abrió y comenzó a guardar las copas, las brillantes copas. En sus pequeños ojos celestes había un brillo maligno, macabro. Cuando le faltaban dos copas, escuchó el ruido del ascensor. No podía arriesgarse. Se apresuró a volver a su departamento, salió de aquella habitación con excesivo aroma a limpieza. Le propinó una patada a su silla que descansaba en la puerta de su propio departamento, metiéndola adentro. Cerró la puerta con furia, al tiempo que escuchaba los tacos de su vecina producir el eco característico de siempre. Suspiró. Se dirigió al cuarto que llevaba la reluciente C, aún con el brillo malicioso en la mirada. Llevaba planeando esto mucho tiempo, todo había salido casi perfecto.
Apenas había sacado su pobre cena del microondas y mientras se disponía a sentarse, Martín oyó un grito agudo, presumiblemente de mujer. Rápidamente y por reflejo, se abalanzó sobre la puerta y cuando estaba por abrirla se detuvo. No. El era sordomudo para todos sus vecinos. No podía echar a perder su plan ahora. Se enderezó y caminó hacia el perchero, tomó su saco y salió, como quien decide tomar aire luego de cenar.
A mitad del pasillo, la puerta del departamento G estaba abierta. Los gritos de Yolanda eran desesperados. Contaba a gritos su desgracia, al parecer por teléfono. Con disimulo, Martín saludó a su vecina. Ella se abalanzó sobre él, y olvidando su aparente condición comenzó a explicarle lo que sucedió con su preciada colección. El hombre puso cara de sorpresa y de no entender. La mujer pareció recordar la condición del hombre, hizo un gesto de enfado y salió de su casa, empujándolo y dando un portazo. Martín la observó y sigilosamente regresó a su departamento. Había preguntas por responder.
La furia de Ofelia no tenía nombre. ¿Cómo podía ser? La refinada mujer no poseía verdaderas copas de auténtico cristal. Eran solo vidrio barato. La vieja ancianita sintió que la sangre le hervía en las venas. Su colección no podía estar opacada por esta maldita mujerzuela que se compraba copas de imitación… ¡Con todo el dinero que tenía! La gente suele mentir… Engañar… Ella misma lo hacía.
Tomó las copas que opacaban su preciada colección. Aún con la sangre hirviendo, se encaminó a la casa de su vecina. Entró sin dificultades. Cerró la puerta y se sentó en el sillón.
Yolanda no podía creer que le hubieran robado. Era una mujer de apariencia culta, pero muy vulgar en verdad. Había pasado la noche bebiendo en un bar. Se encontraba muy lejos de estar sobria. La ebriedad se olía en su boca, en su piel. Entró con mucha dificultad a su departamento. Mientras se encaminaba a su habitación chocó con algo. Desconcertada y haciendo un gran esfuerzo por pensar, prendió la luz. Vio a su anciana vecina de pie. En ese momento no estaba en forma como para razonar y atar cabos. Comenzó a gritar, pero Ofelia y su furia fueron más rápidas. Tomó una de las copas de vidrio y la estrelló contra la pared, obteniendo pedazos cortantes. Tomó la boca de la mujer con fuerza e introdujo con fuerza y decisión el trozo de vidrio en su boca. Se lo clavó en la lengua, en las paredes interiores de las mejillas y se apartó a ver como derramaba su sangre. Lo disfrutaba. Le clavó un pedazo curvo, como si fuera una cuchara intentando hacer que sus ojos salieran de sus cavidades. La mujer gritaba, se retorcía.
-Esto es por gastarte la guita en las petaquitas y no en copitas de cristal. No me gusta el vidriecito barato.
La mujer, desangrándose, ebria, incapaz de pensar, razonar o entender las palabras de su vecina, que hasta ese momento creía inofensiva. Ofelia, sin piedad alguna, comenzó a introducir pequeños pedacitos de vidrio en el cuerpo de la mujer convaleciente. Gritaba. Gritaba. La sanguinaria abuela se relamía los labios mientras seguía introduciendo vidrios por toda la anatomía de Yolanda.
Los ruidos provenientes del departamento G no eran normales. Martín se preguntó qué sucedería. Tan sólo necesitaba un par de pruebas para acabar de atar todos los cabos sueltos que aún quedaban.
Una vez que el cuerpo de su vecina quedó sin un solo lugar en donde introducir un cristal, Ofelia se lavó apenas las manos y se dirigió a su departamento. Al momento de cerrar la puerta, sonó el timbre. ¿La habían visto? Miró. Era Martín. Se quitó la ropa manchada de sangre velozmente y se sentó en su silla de ruedas. Comenzaba a pensar mientras abría la puerta. ¿Era posible que fuera capaz de cometer aquel sanguinario asesinato? Martín la saludó con un beso. Olía la sangre. El hombre tenía sus pasos planeados. Se sentó y comenzó a garabatear lo de siempre.
Ofelia sentía que las palabras fluían solas de su boca:
-No sé porqué lo hice. Copas. Copas. Necesito copas, ¿comprendes? No, si ni siquiera me escuchas. ¿Por qué la maldita borracha no podía comprarse copitas de cristal? Ella sola se lo buscó. No sabía que era capaz de asesinar por mis copitas, mis amadas copitas, copitas…- Mientras decía esto los ojos se le salían de las órbitas.
Para Martín estaba todo resuelto. Todos los cabos atados. Se levantó, puso stop al grabador que sacó de su chaleco y dándole a conocer a la mujer su voz le dijo:
- La policía está en camino. ¿Quién engaña a quién ahora?
0 comentarios:
Publicar un comentario